Juan Obando
julio 30 - agosto 20 de 2015




Resulta hoy loable que un artista se tome la molestia de transformar en arte el tiempo que pierde en Instagram o en Tinder. Así, Juan Obando se ha obstinado en mostrarnos el mazacote de lugares abusados, de gestos exhaustos y de personas desesperadas bajo la máscara de la fantasía de aceptabilidad social, producido por hordas de guerreros de bandera propia como si fueran un conjunto uniforme y estructurado. Estos mercenarios de los réditos inmateriales que acuden a la repetición y a la copia, a la polémica fácil y a la adhesión oportunista, muy a su pesar han producido una narrativa coherente que ha terminado por transformar el mundo, si es que pudiéramos, claro está, simplificar ese exabrupto de gesticulaciones deformes, hasta que la palabra 'narrativa' nos ofreciera un chiste de una línea sobre este montón de seres tristes con cara de pato que somos nosotros y nuestros contemporáneos cuando nos decidimos a mostrarnos al mundo en pantallitas de diversos formatos, vistas en público o en privado por otros usuarios, igualmente patéticos e igualmente ciegos a lo no evidente de este trabajo siempre apenas empezado que más que una revolución, constituye las cadenas de un cognitivado puesto en permanente entredicho por una dieta racionada de likes, matches y retweets.
No tengo Tinder ni Grindr, no porque no quiera ligar, sino porque no me siento suficientemente a gusto conmigo mismo. Quizá, como miembro involuntario del último reducto generacional de los criados como espectadores a secas, más que como actores de este entramado de maniquís arrechos en el que nos movemos, se trata de un proceso de desidentificación, de una última barricada de criticalidad que nos mantiene a salvo de encontrar el amor, un polvo o una marraneada en esos prósperos bares de cocteles caros y mediocres que pululan en Bogotá, y por imitación, en el resto de un país vendido a una inexistente retórica de la globalización por la que pensamos que en Neuköln, Berlín, sí se pagan doce euros por un gin tonic de mierda en un bar de mala muerte.
Pero bien, prósperos ciudadanos de las nuevas telecomunicaciones, los veo bien haciendo piquito, ocultando los granos gracias a los filtros de Instagram, los veo bien en la negociación de esas nuevas identidades competitivas y seductoras. Cada nuevo perfil que visito, incluso en Facebook (qué out, perdón), me convence de que tu vida es magnífica, de que tus vacaciones son las mejores, de que tus amigos son súper cool, de que tu estilo de vida es envidiable, de que las cosas van divinamente, tan divinamente que todos debemos enterarnos de tus pequeños grandes logros, de la exquisitez de esos menús que consumes y que nunca nos muestras convertidos en mierda, pues eso iría en contravía de tu inocultable charm. Me congratulo por ti mientras me siento un gurrero incomible, un fracasado gordo a punta de arroz con papa y plátano, un ser aburrido y no digno de confianza por cuenta de su falta de interacciones, por el encierro generado por sus lecturas, por esa tensión permanente ante la cámara que transforma toda sonrisa en mueca, por no haberse tomado suficientes fotos en sus viajes, por olvidarse de la responsabilidad turística para con el planeta, por sentirse, exactamente, alguien que no se puede comparar contigo.
Juan Obando ha definido el mundo entre dos tensiones: la de esa fan enamorada, vista al fin por la estrella a la que admira, desde la distancia, en medio de la multitud, transformando el anonimato de su existencia precaria en el tema de una melodía mediocre y fácilmente asignable a cualquiera que se ponga en situación de ser potencialmente visto en su ritual de admiración; y la de esa dancing queen, omnipotente y admirada en virtud de un movimiento o un gesto que, al final, anyone will do. Un mundo para hacerse ver y para dejarse ver, en el que el reflejo de esa presunta espectacularidad ha dado el golpe definitivo a toda posibilidad de pensar la sociedad como una estructura solidaria y codependiente.
En la transición de una cultura de beautiful losers a una de beautiful posers no hay nada como no tener que quitarse las gafas para ver todo borroso, para sentirnos en un mundo que destella interminablemente, aunque haya dejado de existir por fuera de su propia representación.
Víctor Albarracín